Aquel beso robado fue la
llave
que abrió la puerta del laberinto
dejando una oquedad para
escapar
sin saber por dónde,
ni cómo, ni cuándo...
El sorprendente roce de
tus labios
en los míos, ahora
prietos y mudos,
—mientras se entrelazaban
nuestras miradas
bajo la mirada atenta de
la luna,
dando comienzo a una
noche enamorada—
hicieron de ese día un
dulce recoveco
por donde de cuando
en cuando
saco a pasear mis
sueños.
De pronto nuestros ojos,
pensativos,
queriendo ya olvidar lo
acontecido,
huyeron, llevándose al suelo los reproches
que con mudos ecos matutinos
adormecían nuestros apasionados sentidos.
Pasados ya los días y los
años,
de aquel amor y fuego
abrasador
nada nos queda,
más sólo con el
resquicio del recuerdo
se nos inunda el alma
de olor a primavera
y un
pensamiento que de la mirada brota
cuando en la tarde —de
reojo—
entrelazamos el
recuerdo
nos lleva de nuevo al
desconcierto.
Es entonces cuando
resplandece
la pizca de fuego y llama
que el tiempo
nunca apaga.
Irene Bulio © 2008
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