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lunes, 16 de marzo de 2015

Ocaso de primavera - Relato para "Te robo una frase"




 El reto de este mes: «No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan la propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño» De Edgar Allan Poe, El Gato Negro.


♥.♥.♥.



Acabo de despertar de la siesta con un sudor frío y el pecho palpitante. No recuerdo muy bien dónde he estado, quizás en otra época, con otra gente… A pesar de que mi cuerpo ha permanecido, casi inerte, en mi propia cama, “yo” no he estado aquí. Se lo contaré a través de mis letras, que es la mejor forma que conozco de hacerlo.
«No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan la propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño»
Estaba en una ciudad al sur de Inglaterra. No recuerdo el nombre. Era primavera, ya cercano el verano, cuando el campo florecía y todo estaba mucho más alegre.
No estaba solo, estaba con mi amada, Elizabeth. Decidimos dar un paseo por las afueras, así que nos dirigimos a las caballerizas a buscar nuestro transporte. Elizabeth eligió a Brisa y yo tomé a Canelo. Durante el trayecto trotamos un rato; trotábamos y reíamos a carcajadas. Siempre que estábamos juntos sentía una felicidad que sólo hallaba junto a ella. Una felicidad que me daba miedo, miedo a perderla, miedo a estar siempre anudado a ella… Fuese lo que fuese, siempre me daba miedo.



Durante toda mi vida he sido un hombre valiente, me he enfrentado a todo, menos a este sentimiento de libertad que me aprisiona. Ella sonríe, es feliz, no da importancia a nuestros desacuerdos. Yo, en cambio, pienso que cada día serán mayores, como las sombras cuando atardece, hasta que llega la noche y lo impregna todo de oscuridad.
Mejor hablar de la belleza que observaba en mi sueño; era plena tarde y todo estaba inundado de luz. Nos acercamos a unos abetos que estaban a la entrada del bosque. Allí nos apeamos de los animales. Mientras Eli —como le llamaba dulcemente— extendía una manta sobre el suelo, yo me disponía a atar a Brisa y a Canelo.
Una vez estaban los animales a buen recaudo, nos sentamos sobre la manta de cuadros que con tanto amor fue extendida. Allí comenzamos a rozarnos las manos.
Ella estaba radiante, feliz… Mientras, mis miedos y yo librábamos una lucha interior donde era difícil no salir malherido.
La amo, la amo desde que nos dimos aquel primer beso donde saltó la chispa, pero aún recuerdo mis tiempos de correría: disfrutaba de las salidas con mis amigos y tenía vivencias que por pudor no voy  a contar. Le digo a ella que no las echo de menos y, es cierto, pero una parte de mi se entristece en pensar que no las volveré a vivir más.
Quizás el tiempo se vaya y con él las ganas y las fuerzas; puede que ella también, mucho más joven que yo, queriendo vivir lo que no le pueda ofrecer eternamente.
Mientras, me acaricia la mano. Comienza a besar mi cuello, mi mejilla, mi frente… Mi interior comienza a bullir, entre el deseo de corresponder a la ternura y las ganas de salir huyendo… Ni yo mismo me comprendo. Sólo siento ganas de salir a la carrera.
    Amor, ¡cuántas ganas tenía de volver a estar junto a tu pecho!— me susurraba al oído mientras yo me quedaba quieto, bloqueado, sin saber qué decir.
    Tranquila, estoy aquí, contigo. Eso es lo que importa —fueron las únicas palabras que fui capaz de articular.
    Sí, pero te noto triste. No estás con la misma alegría de otras veces, la misma pasión. ¿Qué te ocurre?—preguntó insistente. Ella siempre pregunta.
    No me ocurre nada en especial. Ya lo hemos hablado. Necesito mi tiempo, mi espacio, la libertad que siempre he tenido.
    ¿De qué libertad me hablas? Siempre has sido libre para elegir.
    Necesito un tiempo, pensar… hay tantas cosas en qué pensar...
    ¿Pensar? ¿No es mejor vivir? La vida es eso que se va mientras pensamos en vivirla…— me dijo, enojada Eli.
    Si me amas de verdad me dejaras libertad para pensar— le respondí con decisión.
    La libertad las has tenido siempre pudiendo elegir. Me suena a excusa.
Cada persona es el resultado de su camino por la vida, de sus decisiones. Las decisiones más importantes han de ser meditadas —contesté, sabiendo claramente a lo que me refería.

La conversación  duró lo mismo que ese sueño. Ahora, una vez que he despertado a la consciencia siento que aquella Ellizabeth eras tú, amor. Doy gracias a Dios por la oportunidad de esa tarde para poder abrir los ojos, tan cerrados y ser consciente de que la verdadera libertad es la de poder elegir. Elegí un amor que dio a mi vida más satisfacciones que cientos de falsas libertades, con tardes eternas de caricias, amaneceres donde despertaba ante tus tierna mirada  y un transcurrir de los años cargados de paz donde ya nunca más me hallé perdido en el laberinto de mis miedos. La llibertad sólo se halla en nuestro interior.
Ambos aprendimos que había que soltar el lastre, ver lo que realmente teníamos ante nosotros: ¡¡nuestra vida futura!!
Necesité pensar para poder permitirme "sentir", deshojar cada sentimiento y quedarme con los apropiados. Quizás hoy lo he soñado todo para recordar que somos nosotros los que construimos nuestro propio cielo y nuestro propio infierno. Las oportunidades un día se acaban y quedamos ahí, en el camino trazado.
 

lunes, 20 de octubre de 2014

Novedades… - Relato para «Te robo una frase» 4ª edición.







Caía la tarde. Seguramente ya era cerca de las siete cuando Marcia salió de su casa, tomó un taxi dispuesta a dirigirse a la dirección que guardaba, celosamente, en un papel muy bien plegado en el fondo de su bolso. Lo extrajo, con nerviosismo, lo desdobló rápidamente y tras leer lo que en él decía, comentó al taxista:

—Buenas tardes, lléveme a la calle Isla de Lobos, número cincuenta y cinco.

Su voz se sonaba algo entrecortada, indecisa, titubeante. El propio taxista lo notó

—¿Está segura de que esa es la calle a la que desea ir, señora? —preguntó con la curiosidad dibujada en sus ojos.

—Sí —contestó la joven—, es ahí donde deseo ir —dijo esta vez con el tono de voz más sólido.

En poco tiempo ya estaban en la zona industrial, ante el número cincuenta y cinco de la calle mencionada. Ella  miró de reojo el lugar, mientras abría su monedero para pagar la carrera.

—¿Me puede decir cuánto le debo?— preguntó al taxista.

—Son siete euros, pero si me abona diez estaré esperando quince minutos. La vuelta a casa le saldrá gratis. Ya sabe que abona ambas cosas; sólo tendría que pagar la espera.

—No se preocupe, para volver tomaré otro taxi, gracias —contestó de forma inequívoca.

—¿Está segura? Aquí es muy difícil conseguirlo, tendrá que llamar por teléfono. Además, puede que lo que encuentre en esta dirección no le guste —comentó el joven taxista, haciendo un guiño.

La joven se sintió malhumorada ante el atrevimiento del chófer; dándole las gracias y  tras abonar el servicio, se dirigió a tocar el timbre de aquella nave solitaria, a las afueras de la ciudad, y lejos de cualquier parada de autobús o taxi alguno.

Tras abandonar el vehículo, se dirigió a tocar el timbre; ya era de noche, apenas unas pocas estrellas iluminaban el lugar.

    —¿Quién es? Identifíquese — se escuchó a través del portero eléctrico.

 —Soy «Iluminada Nostálgica»— contestó.

 —Dígame la clave que se le ha asignado —preguntaron nuevamente.

 —Seis, veintidós, cero, alfa — contestó.

  —Está bien, puede pasar.

Acto seguido se abrió la puerta; en el interior del recinto no había más luz que en el exterior. Todo permanecía a oscuras. A tientas, logró avanzar, mientras rozaba algunos cuerpos semidesnudos y tropezaba con algún que otro mueble. Inesperadamente, una mano se acercó a la de ella y, tras tomarla con mucha delicadeza por la muñeca, le pidieron que la acompañase.

—¿A dónde me llevan? — preguntó algo asustada.

—Vamos a la sala de bienvenida. Allí se te explicará lo que aún no sabes de este local.

Callada, asustada, pero con la curiosidad y el morbo peleando en su cuerpo contra su propia moral, siguió adelante, hasta llegar a una habitación en penumbras. Una vez allí, se cerró la puerta de forma inesperada.

 —Puedes desvestirte y colocar todos tus enseres en esta taquilla. Te daré la llave, atada a un cordón, que podrás colgar de tu cuello o de tu muñeca. Puedes desvestirte hasta donde tú desees. Nadie te obligará a hacer nada que no quieras… tú serás quien decida hasta dónde y hasta cuándo.

La joven asintió, no sin antes preguntar:

—¿Cuánta gente hay aquí hoy? ¿Hay más hombres que mujeres? Y si reconozco a alguien, ¿qué hago…?— preguntó algo asustada, aunque con mucha curiosidad.

—Hay unas noventa personas, la mayoría asiduas al local. El sesenta por ciento suelen ser hombres, pero se interactúa igual ante unos que ante otras. Si te encuentras a  una persona conocida, él o ella  estará en la misma situación que tú, así que «ver y callar, para siempre», ese es el trato— contestó la voz de quien le acompañaba.

Una vez se desvistió, tomó la llave de la taquilla y la colgó en su cuello. La persona que estaba a su lado la llevó nuevamente fuera de la sala de bienvenida, y allí la dejó, entre el tumulto de gente.

Sentía olor a cigarro y otras hierbas, además de algunos perfumes que le eran conocidos y otros nuevos para su olfato. En ocasiones le resultaba difícil distinguir si se trataba de un hombre o de  una mujer, a no ser que pasasen demasiado cerca y les escuchase hablar.

Se sentía extraña. No podía ver a nadie, no podía mirar a los ojos… sólo veía siluetas y, notaba como varias manos a la vez se iban posando sobre su cuerpo, haciéndole sentir sensaciones que nunca antes había vivido.

—Te intuyo asustada, ¿eres nueva?— le preguntó una voz al oído.

—Sí, es la primera vez que vengo. Vi algo en la web, sentí la curiosidad de probar sensaciones nuevas, y… me atreví —contestó.

—¿Vienes? Me encantaría que te iniciaras conmigo…— sugirió su acompañante.

—De acuerdo, ¿a dónde vamos? —preguntó curiosa.

—A un extremo. Ten presente que cualquiera puede unirse…

Sí, lo sé… Quizá sienta deseos de salir corriendo —comentó la chica con la voz entrecortada, pero deseosa de probar la nueva situación que se abría ante sus ojos, a pesar de no poder distinguir con quien la iba a compartir.

Llegaron hasta una cama enorme, redonda, con un colchón de agua, tal y como pudo comprobar cuando su cuerpo se tambaleaba, dulcemente,  al sentarla su acompañante en el borde. Acto seguido, comenzó a manosearla con delicadeza; mientras, la tumbó hacia atrás, y lentamente fue besando cada poro de la piel de  su ombligo, de su vientre… subió hasta sus pezones, succionándolos como alguien que se encuentra sediento,  en el mismo centro de  un desierto… La joven no hacía más que gemir, disfrutando de los placeres que estaban comenzando a inundarla, con los ojos bien cerrados, intentando atrapar todo aquel placer que estaba degustando. De repente, notó como otras manos y otra boca se acercaban a su cuerpo, a la vez que se ruborizó y un escalofrío la recorrió desde la nuca al último dedo de sus pies; la humedad de los nuevos labios terminó por excitarla aún más…  No le bastaba estarse quieta, ahora necesitaba rozar otra piel; no sólo había que sentir placer, sino que quería saber que también lo podía proporcionar.

Extendió su mano, intentando tocar el cuerpo de quien se le acababa de acercar con las yemas de sus dedos. Tenía los ojos cerrados, pero daba igual, no podía ver nada. «La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había manera posible de confundirla con un hombre joven en ningún lenguaje, especialmente en braille».  ­Era la primera vez que tocaba unos pechos femeninos, y jamás pensó que pudiera excitarle tanto…  Deseó devorarlos, y así  lo hizo. Mientras, sus dedos buscaban la humedad y el gemir pausado de la dueña de tan grandiosos senos.



—Ring… ring… ring…

El dichoso timbre la sacó de la placentera siesta. Portaba una sonrisa especial. Se rascó los ojos con los dedos apretados, a modo de puño… y, de repente, recordó la cita que tenía esa misma tarde.

—¿Iré o no? —se preguntaba, con algo de malicia en la mirada, curiosidad en la sonrisa y el cuerpo extendido sobre la cama, a modo de placentero despertar.




Irene Bulio © 20.10.2014




Cada mes se propone una frase, bien de un libro, bien original.  La propuesta para  este mes es: «No se tome la vida demasiado en serio; nunca saldrá usted vivo de ella» —De Elbert Hubbard. Ensayista estadounidense. —Propuesta por Frank Spoiler.

El resto… de los participantes, en el siguiente enlace.
  


lunes, 15 de septiembre de 2014

Vivir o morir. - Relato.



Además de la poesía, también me gusta escribir relatos. Pertenezco a un grupo de amigos a los que les encanta escribir; a uno de ellos, Ramón Escolano, se le ocurrió la estupenda idea de compartir relatos en los que se incluyese una frase, elegida cada mes, entre las propuestas por los participantes. La de este mes la propuso Karina del Prato: «Hay momentos en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando» de un publicación de Julia Navarro llamada «Dispara, yo ya estoy muerto». Comparto el mío, espero que les guste:






No hay forma de dormir. Las tres de la madrugada y llevo más de dos horas dando vueltas en la cama. La vida se complica, innecesariamente.

Hace apenas unos meses tenía una vida de lo más normal, una esposa, dos hijos, un trabajo…

¡Y ese cabrón se encaprichó de mi mujer y me arruinó la vida! No puedo dormir, no puedo respirar… no puedo vivir.
***
En la última fiesta de Navidad llevé a mi esposa. Hasta este último año siempre se quedó en casa, cuidando  de los niños, pero esta vez se empeñó en venir. Estaba guapísima, radiante, como es habitual en ella, luciendo su melena azabache decorada con esos dos luceros del color del Atlántico y la sonrisa, ¡su sonrisa! que asemeja un collar de blancas perlas entre sus labios, suaves como pétalos de rosas… ¡¡Y sigo sin poder respirar!! No puedo vivir…

Mi jefe se acercó a nosotros nada más llegar, y no quitó ni un instante sus gorrinos ojos del escote de María, salvo para hacer un guiño mientras decía una de sus estúpidas frases que él creía «graciosas».

 Lo pienso, y sigo muriendo, no sólo por no poder respirar, sino porque mi pecho ahora se está partiendo en dos. Lo noto. Noto el dolor.

La noche de Reyes me pidió, el muy cuino, que me quedase mirando unas facturas, «unas horas extras que te vendrán muy bien» me dijo… Algo en su voz no me sonó del todo adecuado, pero como acostumbra a usar un tono guasón, no lo tomé en cuenta. Al rato, comenzó a dolerme la cabeza y decidí irme a casa, apenas había pasado una hora.

Cuando llegué aparqué en la acera, siquiera entré el coche en el garaje pues tenía tanto dolor que urgía tomar un calmante. La casa estaba completamente iluminada, pero en silencio. Me extrañó no ver a los niños, así que pensé que habían ido con María a ver la cabalgata de Reyes. A pesar de que ya eran mayorcitos, les seguía haciendo ilusión.

Me descalcé —no soportaba los zapatos— y me dirigí al cuarto de baño de mi alcoba, allí es donde guardo mis medicinas.  Apenas veía, de la intensa cefalea que se había apoderado de mí. No sé ni cómo pude subir todas aquellas escaleras sin derrumbarme. Eso sí, cuando abrí la puerta de mi alcoba ¡¡el mundo se derrumbó ante mí!!  Allí estaba el chancho de mi jefe tirándose a María. No me lo podía creer. Restregué mis ojos para comprobar que era cierto lo que veía; aún sin creérmelo me pellizqué… Ellos seguían a lo suyo. No se percataron de que estuve allí, observando, pues enseguida volví a mi coche  y me marché con rumbo a ninguna parte.

Terror, celos, dolor, amargura, rabia, desconsuelo… los más bajos sentimientos se apoderaron de mí, sin apenas dejarme pensar. En un instante de cordura decidí volver a casa y enfrentarme. Era lo mejor que podía hacer. Se había roto mi vida, mi perfecta vida, pero quizás debía tomar un pequeño «trozo» de recuerdo; prefería el dolor de dejar atrás el amor a tener que cargar con una pesada cornamenta. Nunca dejé de enfrentarme a los retos que me ofrecía la vida, ¿por qué no hacerlo en ese instante? Eso sí, debía ir a la oficina y relajarme un poco, refrescarme antes de regresar al «campo de batalla» como un «guerrero de honor».

Cuando me acerqué  al edificio donde estaba ubicada la oficina ya era casi de noche, con muy poca visibilidad, lo que no me impidió divisar a  lo lejos el BMW de mi jefe. Mientras me acercaba él se bajó y comenzó a cruzar la calle.

No pude evitarlo, ¡lo juro!, no pude evitarlo. A la vez que  me acercaba, el anagrama de mi mercedes iba directo a él… tan rápido y con tanta rabia que cuando me di cuenta ya le había atropellado.  No recuerdo cómo  ni el  porqué, pero lo cierto es que me di  a la fuga.  Un par de horas más tarde volví a casa y mi esposa me recibió con la mayor dulzura del mundo. Desde entonces no puedo dormir, ni aún con medicación, pero hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando, y yo elegí vivir.

Por cierto, ¡qué guapa es la nueva vecina! Me gusta cómo me mira… y esta tarde trajo a casa mi postre favorito como regalo de Reyes. 

Irene Bulio © 15.09.2014
 

Pueden leer el resto de los relatos en el siguiente enlace:

"Te robo una frase"