domingo, 2 de junio de 2013

Los amantes






Era bien entrada la madrugada cuando despertó.  Estaba empapada, no sólo en sudor. Sentía aún la respiración agitada y se sorprendió al encontrar su mano hundida en la entrepierna, retorcida, completamente impregnada de un líquido templado que no le era extraño.

Por un instante no recordaba donde estaba, hasta que  se giró a su derecha y vio a un hombre  acostado a su lado. Tenía una ancha y musculada espalda; por la tenue luz que entraba desde la calle — producida por una indiscreta luna llena—  pudo percatarse del dorado de su piel.

Roncaba. Sí, sentía el ruido del aire entrar y salir a través de su garganta, y eso la excitó aún más.

Comenzó a dar pequeños besos en aquella dulce y tersa piel. Besos suaves, que poco a poco se hacían más sonoros y  que terminaron en apasionados lamidos, y éstos a su vez culminaron en pequeñas succiones cerca del costado.

Sintió como, de repente,  paraban los ronquidos. Su  amante se giró hacia ella, quedándose tendido boca arriba, con los ojos cerrados  y gimiendo de placer.

Sin hacer pausa alguna siguió lamiendo su pecho, su cuello… hasta llegar a su boca.  Allí su respiración se volvió más y más agitada mientras mordisqueaba aquellos carnosos labios con los que tantas noches había soñado. Pronto, su lujuriosa lengua luchaba cuerpo a cuerpo con la que encontró en ese laberinto de pasiones que ya la poseía por completo y, dentro del cual, se  deleitó por largo rato.

El sentir sus poderosas y masculinas manos aprisionar sus caderas la trajo de nuevo a la realidad. Se miró en sus verdes ojos y allí descubrió que la pasión  y lujuria que la embriagaban era compartida.

Volvió de nuevo a recorrer el cuerpo de su amor con sus desbocada boca, con esos apasionados labios  que no lograban contener unos blancos y traviesos dientes —como ratoncillos—, cuya travesura  más habitual era la de mordisquear la superficie de la piel, produciendo una sensación que entremezclaba un gran placer con un indefinido dolor, a la que  poco a poco él se iba sintiendo adicto.

Casi sin darse cuenta ya había engullido parte de su sexo. El ruido de los gemidos en aquella habitación retumbaban, quizás hasta las casas contiguas, pero a los amantes les daba igual. Él no paraba de gemir, ella… de lamer.

Cuando sintió que su amante ya estaba a punto de explosionar, corrió ávida a besar sus ojos cerrados, recorrer el contorno de sus orejas con incontrolable lengua… y casi sin pensarlo subió sobre él, como si de un caballo desbocado se tratase.

Ahora los gemidos que se escuchaban eran los de ambos, que  se retorcían de placer…  Su engrandecido miembro no paraba de friccionar dentro de aquel laberinto de deseos, pasión, olor a sexo…

Ya no había forma de controlar aquel desenfreno… hasta que por un instante, casi al unísono, el cielo llegó ante ellos a la vez que una explosión de pasión los cubrió por completo…

Había amanecido. Ambos —jadeantes, desnudos, tumbados boca arriba—, se vieron sorprendidos por los primeros rayos de sol… Su primera mañana de casados… ¿sería así el resto de sus vidas?

 Inma Flores © 31de mayo de 2013