Además
de la poesía, también me gusta escribir relatos. Pertenezco a un grupo de
amigos a los que les encanta escribir; a uno de ellos, Ramón Escolano, se le
ocurrió la estupenda idea de compartir relatos en los que se incluyese una
frase, elegida cada mes, entre las propuestas por los participantes. La de este
mes la propuso Karina del Prato: «Hay momentos en los que la única manera de
salvarse a uno mismo es muriendo o matando» de un publicación de Julia Navarro
llamada «Dispara, yo ya estoy muerto». Comparto el mío, espero que les guste:
No
hay forma de dormir. Las tres de la madrugada y llevo más de dos horas dando
vueltas en la cama. La vida se complica, innecesariamente.
Hace
apenas unos meses tenía una vida de lo más normal, una esposa, dos hijos, un
trabajo…
¡Y
ese cabrón se encaprichó de mi mujer y me arruinó la vida! No puedo dormir, no
puedo respirar… no puedo vivir.
***
En
la última fiesta de Navidad llevé a mi esposa. Hasta este último año siempre se
quedó en casa, cuidando de los niños,
pero esta vez se empeñó en venir. Estaba guapísima, radiante, como es habitual
en ella, luciendo su melena azabache decorada con esos dos luceros del color
del Atlántico y la sonrisa, ¡su sonrisa! que asemeja un collar de blancas
perlas entre sus labios, suaves como pétalos de rosas… ¡¡Y sigo sin poder
respirar!! No puedo vivir…
Mi
jefe se acercó a nosotros nada más llegar, y no quitó ni un instante sus
gorrinos ojos del escote de María, salvo para hacer un guiño mientras decía una
de sus estúpidas frases que él creía «graciosas».
Lo pienso, y sigo muriendo, no sólo por no
poder respirar, sino porque mi pecho ahora se está partiendo en dos. Lo noto.
Noto el dolor.
La
noche de Reyes me pidió, el muy cuino, que me quedase mirando unas facturas, «unas horas extras que te vendrán muy bien»
me dijo… Algo en su voz no me sonó del todo adecuado, pero como acostumbra a
usar un tono guasón, no lo tomé en cuenta. Al rato, comenzó a dolerme la cabeza
y decidí irme a casa, apenas había pasado una hora.
Cuando
llegué aparqué en la acera, siquiera entré el coche en el garaje pues tenía
tanto dolor que urgía tomar un calmante. La casa estaba completamente
iluminada, pero en silencio. Me extrañó no ver a los niños, así que pensé que
habían ido con María a ver la cabalgata de Reyes. A pesar de que ya eran
mayorcitos, les seguía haciendo ilusión.
Me
descalcé —no soportaba los zapatos— y me dirigí al cuarto de baño de mi alcoba,
allí es donde guardo mis medicinas.
Apenas veía, de la intensa cefalea que se había apoderado de mí. No sé
ni cómo pude subir todas aquellas escaleras sin derrumbarme. Eso sí, cuando
abrí la puerta de mi alcoba ¡¡el mundo se derrumbó ante mí!! Allí estaba el chancho de mi jefe tirándose a María. No me lo podía creer.
Restregué mis ojos para comprobar que era cierto lo que veía; aún sin creérmelo
me pellizqué… Ellos seguían a lo suyo. No se percataron de que estuve allí, observando,
pues enseguida volví a mi coche y me
marché con rumbo a ninguna parte.
Terror,
celos, dolor, amargura, rabia, desconsuelo… los más bajos sentimientos se
apoderaron de mí, sin apenas dejarme pensar. En un instante de cordura decidí volver
a casa y enfrentarme. Era lo mejor que podía hacer. Se había roto mi vida, mi
perfecta vida, pero quizás debía tomar un pequeño «trozo» de recuerdo; prefería
el dolor de dejar atrás el amor a tener que cargar con una pesada cornamenta. Nunca
dejé de enfrentarme a los retos que me ofrecía la vida, ¿por qué no hacerlo en
ese instante? Eso sí, debía ir a la oficina y relajarme un poco, refrescarme
antes de regresar al «campo de batalla» como un «guerrero de honor».
Cuando
me acerqué al edificio donde estaba
ubicada la oficina ya era casi de noche, con muy poca visibilidad, lo que no me
impidió divisar a lo lejos el BMW de mi
jefe. Mientras me acercaba él se bajó y comenzó a cruzar la calle.
No
pude evitarlo, ¡lo juro!, no pude evitarlo. A la vez que me acercaba, el anagrama de mi mercedes iba
directo a él… tan rápido y con tanta rabia que cuando me di cuenta ya le había
atropellado. No recuerdo cómo ni el porqué, pero lo cierto es que me di a la fuga. Un par de horas más tarde volví a casa y mi
esposa me recibió con la mayor dulzura del mundo. Desde entonces no puedo dormir,
ni aún con medicación, pero hay momentos
en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando,
y yo elegí vivir.
Por
cierto, ¡qué guapa es la nueva vecina! Me gusta cómo me mira… y esta tarde
trajo a casa mi postre favorito como regalo de Reyes.
Irene Bulio © 15.09.2014
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