lunes, 15 de septiembre de 2014

Vivir o morir. - Relato.



Además de la poesía, también me gusta escribir relatos. Pertenezco a un grupo de amigos a los que les encanta escribir; a uno de ellos, Ramón Escolano, se le ocurrió la estupenda idea de compartir relatos en los que se incluyese una frase, elegida cada mes, entre las propuestas por los participantes. La de este mes la propuso Karina del Prato: «Hay momentos en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando» de un publicación de Julia Navarro llamada «Dispara, yo ya estoy muerto». Comparto el mío, espero que les guste:






No hay forma de dormir. Las tres de la madrugada y llevo más de dos horas dando vueltas en la cama. La vida se complica, innecesariamente.

Hace apenas unos meses tenía una vida de lo más normal, una esposa, dos hijos, un trabajo…

¡Y ese cabrón se encaprichó de mi mujer y me arruinó la vida! No puedo dormir, no puedo respirar… no puedo vivir.
***
En la última fiesta de Navidad llevé a mi esposa. Hasta este último año siempre se quedó en casa, cuidando  de los niños, pero esta vez se empeñó en venir. Estaba guapísima, radiante, como es habitual en ella, luciendo su melena azabache decorada con esos dos luceros del color del Atlántico y la sonrisa, ¡su sonrisa! que asemeja un collar de blancas perlas entre sus labios, suaves como pétalos de rosas… ¡¡Y sigo sin poder respirar!! No puedo vivir…

Mi jefe se acercó a nosotros nada más llegar, y no quitó ni un instante sus gorrinos ojos del escote de María, salvo para hacer un guiño mientras decía una de sus estúpidas frases que él creía «graciosas».

 Lo pienso, y sigo muriendo, no sólo por no poder respirar, sino porque mi pecho ahora se está partiendo en dos. Lo noto. Noto el dolor.

La noche de Reyes me pidió, el muy cuino, que me quedase mirando unas facturas, «unas horas extras que te vendrán muy bien» me dijo… Algo en su voz no me sonó del todo adecuado, pero como acostumbra a usar un tono guasón, no lo tomé en cuenta. Al rato, comenzó a dolerme la cabeza y decidí irme a casa, apenas había pasado una hora.

Cuando llegué aparqué en la acera, siquiera entré el coche en el garaje pues tenía tanto dolor que urgía tomar un calmante. La casa estaba completamente iluminada, pero en silencio. Me extrañó no ver a los niños, así que pensé que habían ido con María a ver la cabalgata de Reyes. A pesar de que ya eran mayorcitos, les seguía haciendo ilusión.

Me descalcé —no soportaba los zapatos— y me dirigí al cuarto de baño de mi alcoba, allí es donde guardo mis medicinas.  Apenas veía, de la intensa cefalea que se había apoderado de mí. No sé ni cómo pude subir todas aquellas escaleras sin derrumbarme. Eso sí, cuando abrí la puerta de mi alcoba ¡¡el mundo se derrumbó ante mí!!  Allí estaba el chancho de mi jefe tirándose a María. No me lo podía creer. Restregué mis ojos para comprobar que era cierto lo que veía; aún sin creérmelo me pellizqué… Ellos seguían a lo suyo. No se percataron de que estuve allí, observando, pues enseguida volví a mi coche  y me marché con rumbo a ninguna parte.

Terror, celos, dolor, amargura, rabia, desconsuelo… los más bajos sentimientos se apoderaron de mí, sin apenas dejarme pensar. En un instante de cordura decidí volver a casa y enfrentarme. Era lo mejor que podía hacer. Se había roto mi vida, mi perfecta vida, pero quizás debía tomar un pequeño «trozo» de recuerdo; prefería el dolor de dejar atrás el amor a tener que cargar con una pesada cornamenta. Nunca dejé de enfrentarme a los retos que me ofrecía la vida, ¿por qué no hacerlo en ese instante? Eso sí, debía ir a la oficina y relajarme un poco, refrescarme antes de regresar al «campo de batalla» como un «guerrero de honor».

Cuando me acerqué  al edificio donde estaba ubicada la oficina ya era casi de noche, con muy poca visibilidad, lo que no me impidió divisar a  lo lejos el BMW de mi jefe. Mientras me acercaba él se bajó y comenzó a cruzar la calle.

No pude evitarlo, ¡lo juro!, no pude evitarlo. A la vez que  me acercaba, el anagrama de mi mercedes iba directo a él… tan rápido y con tanta rabia que cuando me di cuenta ya le había atropellado.  No recuerdo cómo  ni el  porqué, pero lo cierto es que me di  a la fuga.  Un par de horas más tarde volví a casa y mi esposa me recibió con la mayor dulzura del mundo. Desde entonces no puedo dormir, ni aún con medicación, pero hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando, y yo elegí vivir.

Por cierto, ¡qué guapa es la nueva vecina! Me gusta cómo me mira… y esta tarde trajo a casa mi postre favorito como regalo de Reyes. 

Irene Bulio © 15.09.2014
 

Pueden leer el resto de los relatos en el siguiente enlace:

"Te robo una frase"

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