La primera vez que rozamos nuestros labios
no pudimos contener nuestras miradas,
sintiendo que en la magia de ese instante
algo nuevo ya crecía, germinaba.
Las palabras mudas se hacían eco
junto al roce de las manos enhebradas
del mutar que sucedía en cada célula
por el chispear cuando
nuestra piel rozaba.
Amor que brota en el abismo
junto al mismo mar, cerca de un cielo
tejiendo sueños ya rotos, harapientos,
que quedan en lastres, posados en el suelo.
Mientras, nuestras ilusiones laten al compás
de dos corazones
enamorados, sin recelo,
que surcan ya libres el horizonte
unidos tan sólo —tras pasar un duelo—,
del fortísimo hilo rojo, cada uno en un extremo.
Pasaron los meses; sin rastros del velo, ni desvelo.
Irene Bulio © 2014