Un
escalofrío, como escarcha endurecida, se apodera de mi cuerpo con solo
recordarlo. Su mirada fija, esos ojos
negros clavándose en mí, con rabia, como puñales, mientras sus manos rígidas
presionan mi cuello. Tanta rabia, tanto dolor, tanto miedo, tanto vacío. No sé
si llegué a desvanecerme, no recuerdo cuándo fue, si un martes, acaso un
miércoles, lo que sí sé es que fue unos días antes de Navidad, y no fue la
única vez, aunque sí la primera.
¿Cómo
puede existir tanto odio dentro de la persona a la que se ama? A veces un
instante, el tiempo que dura un suspiro, marca la diferencia entre la vida y la
muerte.
Nos
amábamos, lo sé. Habíamos salido de la iglesia 16 meses antes repletos de
felicidad, de amor, de sueños, de ganas de vivir…
Sus
labios eran dulces, como sus besos, y los devoraba como si de una breva madura
se tratase. Sus caricias conseguían que el tiempo se parase en el contorno de
la oreja acariciada por las yemas de sus dedos, con ellos dibujaba infinitos en
la nuca para luego depositar su cálido
aliento, avanzadilla de cientos de besos.
Nos
amábamos, lo sé. Habíamos compartido tantas risas, tantas conversaciones,
tantos proyectos para mejorar el mundo…
Su
sonrisa era la llave de mi alegría. Su voz, algo grave, encendía mi cuerpo
cuando pronunciaba una palabra de amor, o simplemente pronunciaba mi nombre. Su
abrazo fundía todos nuestros miedos, para luego entrar en la profundidad de mi
alma a través de un cruce de miradas, y reconocer en ello que el amor era
infinito, para siempre.
Nos
amábamos, lo sé. Eso sucedía desde que compartimos las primeras risas en el
Casino. Eran días de carnavales y yo iba disfrazada de brujilla; él me sostuvo el gorro en forma de cucurucho.
Estaba muy gracioso sin disfrazar y con ese “artefacto” delante de su pecho.
Cuando
conducía mantenía la mano en el cambio de marchas para que yo le pudiese ir
acariciando. De cuando en cuando nos mirábamos y sonreíamos, esa sonrisa
maravillosa que sólo puede brotar de un corazón enamorado. Sus labios carnosos siempre me producían hambre de pasión, de entrega, y esos dientes cruzados en la parte izquierda
de su boca le daban un aspecto de chico travieso que me gustaba.
Nos
amábamos, lo sé. Creo que siempre nos habíamos estado buscando, sin
encontrarnos, hasta ese día en el que nos vimos por primera vez.
Un
escalofrío, como escarcha endurecida, se apodera de mi cuerpo con solo
recordarlo; un escalofrío, como escarcha endurecida, se apodera de mi cuerpo
con solo recordarlo; un escalofrío, como escarcha endurecida, se apodera de mi
cuerpo con solo recordarlo…, y no, no debo olvidarlo, no debo olvidar que vi el
odio en sus negros ojos, sentí la fuerza indomable de sus dedos alrededor de mi
cuello; me quería controlar hasta el más
mínimo gasto; me hizo romper las cartas de las amistades que tenía antes de
conocerle; me alejaba más y más de mi familia (de mis amigos ya lo había
hecho); lo que antes le gustaba de mí, ahora le parecía odioso, inaceptable; no
quería que engordase, y yo comía más y más, queriendo reventar a ver si se alejaba…
Y
reventé. Le había prometido que la siguiente vez que me levantase la mano me
iría. Esperé a que se durmiese y me fui para no volver jamás. No me creía.
Pensaba que dependía de él, que volvería
a ese falso amor donde la única que amaba era yo, un amor hacia alguien que no existía ya, y que
quizás nunca existió.
Un
escalofrío, como escarcha endurecida, se apodera de mi cuerpo con solo
recordarlo. El precio de la “paz” a veces es el armarse de coraje y echar a
correr. No hay que hacerlo por nosotros, sino por las personas que nos quieren:
nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos.
Pude
haber sido una más. A veces la diferencia está en tomar una determinación y ser
firmes, no dar una segunda oportunidad para que nos dañen, aunque nos estemos
muriendo de dolor y desengaño. Si te lastima, no te ama. Si te humilla, aunque
sea en privado, no te ama. Si triangula con otras relaciones o hace que te
sientas celosa con sus comentarios, no
te ama. Si tiene envidia de tus éxitos y has de pagar por ellos, no te ama.
Mejor
estar tristes que cubiertas de hematomas y bañadas en lágrimas. Mejor estar
solas que temblando de miedo ante la llegada de alguien a quien debería
esperarse con la mayor sonrisa y los ojos llenitos de amor.
Créeme,
nadie merece nuestro dolor innecesario, causado para su propio disfrute. Tú
pones el punto y final o sigues con esos puntos suspensivos esperando el cambio
de alguien que no desea hacerlo, ni lo va a hacer (aunque te lo prometa mil
veces), y tú eres la única persona que no se da cuenta.
Deja
de ser esa persona anulada para poner al día tus sueños y convertirlos en
metas. Sé la persona que siempre fuiste, esa niña de siete años ya adulta y liberada de las mentiras, de desaires, de daños entre sombras, sencillamente: ¡¡SÉ!!