Despertó algo excitado. Acababa de sonar el
despertador. De repente recordó que hoy era sábado y apagó el aparato que estaba
justo al borde de la mesa de noche. Se giró y quedó boca abajo. Se sentía
incómodo, y por un instante recordó el sueño
que estaba viviendo instantes antes de que le despertase aquel horrible ruido:
Llegó a casa poco
después de las 7:30 de la tarde, tras estar una hora pedaleando por los
alrededores del pueblo. Dejó la bicicleta en el trastero, cogió una enorme
toalla del armario del pasillo y se dirigió al cuarto de baño.
Sudaba. Tenía un calor
intenso, pero no le gustaba ducharse con agua fría, así que abrió el grifo para
que ésta se templase mientras se desvestía.
Frente a él el espejo,
que comenzaba a nublarse por el vapor que invadía la estancia, y en el que se
miraba de reojo mientras se despojaba de cada una de las prendas que le cubrían. Primero se quitó los calcetines, luego
la camiseta, empapada, y los pantalones.
Debajo de éstos no había ningún calzón, pues le excitaba sentir la movilidad de
sus piernas mientras pedaleaba y la dureza del sillín en sus prominentes glúteos.
—No
estoy nada mal — se dijo—, para tener 50 años, aún estoy como un chaval.
Acto seguido se metió
en la ducha. Cogió el grifo, con el agua
templada, y dejó que ésta se deslizase desde su cabeza, por todo su pecho,
rasurado, su espalda… hasta que todo su cuerpo estuvo mojado. A continuación
cogió el champú y comenzó a enjabonar su cabeza. En ese instante escuchó cómo
se abría la cerradura del cuarto de baño, era María, que llegaba del
supermercado:
—Perdona Jesús, pero no podía más. Menos mal que no
cerraste con llave.
—No cerré porque no están los niños —contestó, con la
cara fruncida por el picor del jabón que le corría por todo el cuerpo.
Escuchó cómo tiraba de
la cisterna y durante los segundos siguientes, debido al ruido de la ducha, no
escuchaba nada.
De repente sintió una
mano femenina recorriendo su espalda. Era María. Se había desnudado y se había metido
con él en la ducha.
—¡¡Uhmm!! Cuánto sigilo, con lo habladora que eres María,
y qué sorpresa, sabes que me encanta que me toquen la espalda…
— ¿La espalda? —preguntó la joven, con voz
provocadora— ¿Sólo la espalda?
Acto seguido estaban de frente, él humedecía la piel de María, mientras ella comenzaba a besarle, apretando su cuerpo menudo
contra el del joven, que se entregaba a la pasión, presionando a la joven por
la cintura e intentando fundir ambos cuerpos.
Su cuerpo se pegó a la pared de azulejos, estaba
fría, sin embargo su torso ardía. María mordisqueaba sus labios, poco a poco
pasó a besarle por la mejilla izquierda, llegando al lóbulo de su oreja, que
libaba con pasión, mientras gemía apasionadamente. Sin que apenas Jesús se diese cuenta introdujo su lengua en
la oreja y comenzó a zigzaguear, impregnado cada vez de más y más deseo al joven, que ya
estaba a punto de estallar.
Él, mientras fruncía su rostro, introdujo éste en
medio de los pechos de la muchacha, amplios, húmedos, y tras besarlos ardientemente comenzó a mordisquear sus
pezones, pasaba de uno a otro, mientras la piel de ambos se erizaba cada vez
más.
Entre el agua caliente y la pasión el cuarto de baño
estaba envuelto en una neblina traslúcida. Jesús miraba de reojo al espejo, de
vez en cuando, pero ya no se veía nada. La excitación ahora no estaba en la
vista, sino a flor de piel.
Notó como su miembro adquiría una forma descomunal,
no recordaba estar tan excitado. María también lo notó, le miró a los ojos de forma
lasciva, pasando la lengua por el contorno de sus boca para luego ir
directamente a los jugosos labios del joven, y los devoró como si de dos gajos
de naranja se tratase. Sus manos no paraban de moverse, de arriba hacia abajo,
de un lado a otro, en especial las de Jesús, que no paraba de presionar y
masajear los muslos de María.
De repente la hizo avanzar, de espaldas, hasta
ponerse junto a la pared. La alzó tomando en sus manos sus jugosas nalgas y,
sin pensarlo dos veces la penetró.
María realizó un pequeño quejido de placer, y al
instante comenzó a gemir, al igual que Jesús, ambos en un baile acompasado,
mientras el agua se derramaba por el suelo. Tras disfrutar de un rato en esa
posición, ayudó a que la joven pusiese los pies en el suelo, la giró de
espaldas, y mientras ella apoyaba sus brazos en la pared comenzó a tocar su
clítoris, sus labios… ambos no paraban de gemir…
Se agachó unos centímetros y la penetró mientras
alzaba las nalgas de la joven con ambas manos, y ella se inclinaba un poco
hacia adelante.
No podían para de disfrutar, de ulular. El ruido del
agua inundando la estancia y sus
gemidos, el vapor y su deseo, el grito del clímax y el ruido del despertador
indicando que era el comienzo de otra jornada y el fin de este sueño.
Irene Bulio ©