Era bien entrada la madrugada
cuando despertó. Estaba empapada, no
sólo en sudor. Sentía aún la respiración agitada y se sorprendió al encontrar
su mano hundida en la entrepierna, retorcida, completamente impregnada de un
líquido templado que no le era extraño.
Por un instante no recordaba
donde estaba, hasta que se giró a su
derecha y vio a un hombre acostado a su
lado. Tenía una ancha y musculada espalda; por la tenue luz que entraba desde
la calle — producida por una indiscreta luna llena— pudo percatarse del dorado de su piel.
Roncaba. Sí, sentía el ruido del
aire entrar y salir a través de su garganta, y eso la excitó aún más.
Comenzó a dar pequeños besos en
aquella dulce y tersa piel. Besos suaves, que poco a poco se hacían más sonoros
y que terminaron en apasionados lamidos,
y éstos a su vez culminaron en pequeñas succiones cerca del costado.
Sintió como, de repente, paraban los ronquidos. Su amante se giró hacia ella, quedándose tendido
boca arriba, con los ojos cerrados y
gimiendo de placer.
Sin hacer pausa alguna siguió
lamiendo su pecho, su cuello… hasta llegar a su boca. Allí su respiración se volvió más y más
agitada mientras mordisqueaba aquellos carnosos labios con los que tantas
noches había soñado. Pronto, su lujuriosa lengua luchaba cuerpo a cuerpo con la
que encontró en ese laberinto de pasiones que ya la poseía por completo y, dentro
del cual, se deleitó por largo rato.
El sentir sus poderosas y
masculinas manos aprisionar sus caderas la trajo de nuevo a la realidad. Se
miró en sus verdes ojos y allí descubrió que la pasión y lujuria que la embriagaban era compartida.
Volvió de nuevo a recorrer el
cuerpo de su amor con sus desbocada boca, con esos apasionados labios que no lograban contener unos blancos y
traviesos dientes —como ratoncillos—, cuya travesura más habitual era la de mordisquear la
superficie de la piel, produciendo una sensación que entremezclaba un gran
placer con un indefinido dolor, a la que
poco a poco él se iba sintiendo adicto.
Casi sin darse cuenta ya había
engullido parte de su sexo. El ruido de los gemidos en aquella habitación
retumbaban, quizás hasta las casas contiguas, pero a los amantes les daba
igual. Él no paraba de gemir, ella… de lamer.
Cuando sintió que su amante ya
estaba a punto de explosionar, corrió ávida a besar sus ojos cerrados, recorrer
el contorno de sus orejas con incontrolable lengua… y casi sin pensarlo subió
sobre él, como si de un caballo desbocado se tratase.
Ahora los gemidos que se
escuchaban eran los de ambos, que se
retorcían de placer… Su engrandecido
miembro no paraba de friccionar dentro de aquel laberinto de deseos, pasión,
olor a sexo…
Ya no había forma de controlar
aquel desenfreno… hasta que por un instante, casi al unísono, el cielo llegó
ante ellos a la vez que una explosión de pasión los cubrió por completo…
Había amanecido. Ambos —jadeantes,
desnudos, tumbados boca arriba—, se vieron sorprendidos por los primeros rayos
de sol… Su primera mañana de casados… ¿sería así el resto de sus vidas?